viernes, 7 de enero de 2011

LAS BOLSAS DE AGUA

Con la recién llegada amanecida, el irrefrenable torrente luminoso del disco solar cubría al igual que un dorado manto la inmensidad pedregosa y desértica de la llanura. Muchas de aquellas rocas, quizás por descender de un seguro origen plutónico, no podían soportar la firme mirada de aquel renacido Helios, y liberaban la tensión acumulada pronunciando un agónico quejido de fractura que parecía contagiarse entre el silencio de la nada circundante.
Al poco, se iban formando torbellinos polvorientos que, entre valkíricas corrientes térmicas, alzaban hacia el neblinoso cielo color terroso las almas de las perecidas en el anonimato; pero manteniendo ahí suspendidas sus esencias. Esto generaba una curiosa paradoja: “Como es abajo, es arriba”.
Quizás deteniéndose a percibir estos sutiles acontecimientos que suceden entre lo cotidiano, si alguna vez dispusiera de tiempo para ello, quizás, aunque tan sólo fuese por un instante, podría llegar el momento en el que se plantease sugerentes preguntas sobre su origen e irremediable destino. A su alrededor fluía un continuo ciclo de vida del cual él mismo no era ajeno. No obstante, las revelaciones tan solo acuden al que no tiene nada mejor que hacer que esperar a que estas se presenten. Y hoy, como todos los días desde que podía recordar, tenía mucho trabajo y había que darse prisa.
Llegó temprano. A esta hora ya había abierto en paralelo las cuatro sinuosas zanjas de todos los días, y a continuación se disponía a instalar los embudos de viento que, con la llegada del calor, le ayudarían considerablemente a llevar a cabo su trabajo con bastante menor esfuerzo del que este requería sin su colaboración.
Miró hacia un lado para comprobar que las del día anterior ya habían sido cubiertas por la arena. La señalización que dejó marcada en el lugar, era lo único que atestiguaba el esfuerzo realizado en aquella jornada. Mañana ocurriría lo mismo donde se encontraba, pero aquello tampoco importaba mucho. Era una ardua labor, pero no muy complicada, y su única manera de poder conseguirse el sustento necesario para él y su familia.
Al igual que otros muchos por la zona, se dedicaba a la recolección de cristales. Aquel suelo era lo bastante rico como para soportar a una pequeña población dedicada a este trabajo. Algunos incluso vivían bastante bien después de encontrar una parcela especialmente productiva. Otros, sobre todo los de la meseta, en la mayoría de los casos se veían obligados a malvender sus concesiones a los cada vez más poderosos terratenientes, para probar mejor suerte quizás en la ciudad. El marcharse de allí sería lo último en lo que pensaría si llegase el momento. Ellos eran gente de la nada, y mientras su concesión les permitiese una existencia al menos digna, este debía ser su lugar.
El sol ya se encontraba en toda su plenitud, y el aire inflamado comenzaba a ser atrapado por los embudos de viento poniendo en marcha la rudimentaria maquinaria. Se acercó a las zanjas para comprobar que las varillas se encontraban bien clavadas en el fondo donde inyectarían con la presión necesaria los condicionantes eólicos domesticados por el artefacto. Tan sólo restaba liberar con cuidado la espita del agua para humedecer el terreno y de esta manera permitir que aflorasen hacia el exterior los esperados cristales. Comprobó que el caudal era el correcto y, tras ello, tomó la precaución de apartarse de la zanja un par de metros. El piso no siempre resultaba lo estable que podía parecer en principio.
Durante las cuatro horas siguientes, se dedicó en exclusiva al manejo de la maquinaria, al tiempo que, de tanto en cuanto, echaba alguna mirada de satisfacción al interior de la zanja comprobando que los cristales aparecían, como brillantes destellos afilados, en lo que estaba resultando una provechosa cosecha la de aquel día. Cerró por completo la espita del agua y en segundos, la humedad desapareció llevada por el flamígero ambiente. Era el momento de recoger la cosecha. Efectivamente, pensó, este iba a ser un buen día. Fue en un determinado momento entonces, cuando cayó en la cuenta de que algo fuera de lo habitual estaba sucediendo a su alrededor. Miró de un lado a otro y únicamente percibió que el aire se agitaba un tanto distinto. Cuando levantó la mirada evidenció cual era el motivo: Un gran objeto estaba descendiendo, para su asombro inicial, a pocos metros de donde se encontraba.
Terminó por recolectar los cristales poniéndolos a recaudo en el interior de una gran caja de forma octogonal que había traído para ese efecto y después, la curiosidad pudo con él más que sus reparos iniciales. Se acercó al objeto que por aquel entonces ya se había posado en tierra: Tenía la forma como de una geoda pero puesta boca arriba con un sexteto de patas, metálicas como toda su estructura, que la sujetaban en lo que parecía un precario equilibrio. Se preguntaba que diablos podría ser aquello. ¿Gente de la ciudad? No lo creía muy probable. Un ciclón de interrogantes se le acumulaba sin que para ellos tuviera una solución por el momento. No obstante, la verdadera sorpresa estaba por venir; Una puerta se abrió de repente en la superficie de aquella geoda metálica, y por ella apareció un ser completamente desconocido que erradicó cualquier atisbo de posibilidad de que aquello proviniese de la ciudad, o de cualquier ciudad de la que él pudiera tener conocimiento. Tras el primero, otros dos le siguieron, y al parecer, de inmediato, los tres se percataron de su presencia dados sus inequívocos signos de saludo que le estaban dirigiendo. No fue hasta que los tuvo justo en frente cuando pudo certificar sin sombra de duda que aquellos seres no pertenecían a su mundo.
Sin saber muy bien porqué, lo cierto es que no experimentó ningún tipo de miedo. Quizás la sorpresa había suprimido aquella emoción. Se limitó a quedarse plantado donde se encontraba mientras los tres recién llegados se le iban aproximando con cierta lentitud, como con dificultades para caminar.
El aire vibró y entendió que podría tratarse de algún tipo de intento de comunicación. Él respondió con un saludo cordial, pero los tres se alejaron de repente. Verdaderamente era lo más extraño con lo que alguien se hubiera topado en su vida por muchos que fueran los años que pudiera llegar a vivir. Lo primero que llamaba la atención de aquellos seres era su constitución: Eran blandos. Casi sin una forma definida, como hechos a base de alguna gelatina. De repente cayó en un símil con el que se les podría definir; Eran como “bolsas de agua”, con unos… Contó cinco apéndices que sobresalían del tronco central. Llegaba a resultar desagradable el permanecer tiempo mirándoles.
Nuevos sonidos en el aire que por supuesto no iba a comprender el significado. Pensó entonces en un modo de poder expresarles sus buenas intenciones. Les haría un obsequio.
Fue corriendo a donde tenía guardados los cristales y recogió algunos para ofrecerlos como acto de buena voluntad. Si sus intenciones no eran amigables, este era un buen modo de que cambiaran de parecer. Al poco regresó a donde se encontraban, y remedando de manera burda lo que le parecían ser sus movimientos lentos y torpes, les ofreció un puñado de brillantes, y con sacrificio obtenidos, cristales de su cosecha.
Pudo ser por la agitación del momento el que no hubiera reparado en ello. La base salina de los cristales los hacía tremendamente hidrófilos y las “bolsas de agua” no eran lo suficientemente rápidas de reflejos para poder evitarlos cuando, estos, se les lanzaron ávidos por el líquido elemental que con tanto dispendio allí se manifestaba.

Mientras regresaba a casa, en lo único que podía pensar era en el recuerdo de aquellos restos quebradizos que habían quedado arrastrados por el viento junto a las patas metálicas de la visita venida del cielo. Su esposa le dio la bienvenida nada más pasó por la entrada y los pequeños salieron disparados al instante, peleándose en una disputa por conseguir el lugar en la mesa que se encontraba a su lado.

- ¿Has tenido hoy un buen día?- Le preguntó con tono precavido por si no había sido así.

Él asintió distraído, y se limitó a mostrarle el recipiente transparente, a través del cual se podía ver que así había sido. Tras esto, tomó su lugar en la mesa.
La esposa terminó por colocar los recipientes para cada uno de los comensales, y haciendo uso de un utensilio ex profeso, fue rellenando estos, con los cristales que había traído su marido. Los niños los comenzaron a devorar de inmediato.

- ¿No comes?- Se interesó su esposa viéndole que aún con el pensamiento en otro lado, se limitaba a verse reflejado en el espejo que tenía en la pared de la derecha.

Rasgos afilados. Cristalinos. Como resultaba lógico dada su base de sílice y carbono. Reflejando trazos cobalto, celestes, y algo del cobrizo que había heredado de su padre, y de cuya saturación en hierro aún se hablaba entre los lugareños. Un auténtico Cristaildor como todos los de su especie. Único, y distinto de todos al mismo tiempo.

- ¿Ha pasado algo cariño?

Al escuchar esto último, pareció volver de nuevo a donde se encontraba.

- No te vas a creer… Lo que me ha pasado hoy en el trabajo.- Dijo finalmente, pero sin saber muy bien cómo iba a poder explicar aquello, si ni él mismo todavía lo tenía nada claro.



ELIO CUBILES ROBLES

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